Compartir el deseo y el disfrute de contar --- “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla” Gabriel García Márquez
Pero no le digas que la quieres - Senel Paz
Arnaldo enteró a todo el mundo de que aquella noche yo me acostaría con una mujer. Claro, no les dijo que era Vivian, pero vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque en esa escuela nadie es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran y cuando no faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré a bañarme yo, con toda mi calma. Me restregaba bien duro, jabón una y otra vez, uña, enjuagándome, enjuagándome. Los rusos, ellos son muy buenos, los que nos defienden a nosotros, pero hacen unos jabones muy apestosos. Pensaba que a lo mejor ella me olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente me iba a tocar y quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los lugares donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según Arnaldo, para que nunca me olvidara, para que nunca olvidara esta primera vez con un hombre, conmigo, y que cuando sea incluso una viejecita al pensar en mí me tenga en un alto concepto. Entonces Arnaldo me había explicado tres o cuatro cosas que hay que hacerle a las mujeres, y sobre todo me explicó que nunca, por nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supremo, porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te hace sufrir lo que le dé la gana. Pero aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas, por aquí, por allá, me lavé la cabeza con shampoo, tres veces, me froté la espalda, me afeité de lo mejor, me cepillé los dientes y la lengua, ya te digo. Quede que brillaba y tenía una contentura tan grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en el espejo y me hacía señitas como si fuera un Charles Chaplin o alguien así porque imagínate, sabía lo que iba a pasar, y era la primera vez, y era con Vivian y, te lo juro, trataba de no pensar en nada, no adelantarme a los acontecimientos y respetarla con la mente. Pero tú sabes cómo es la mente de uno, la mente mía, que a la mente mía tú le dices no pienses esto porque es una falta de respeto y ella te dice: “Sí, sí no lo voy a pensar.” Mentiras, es lo que más piensa. Entonces figúrate, me di cuenta de lo que la mente mía estaba pensando, pero yo quería respetar a Vivian y no quería adelantarme a los acontecimientos. Sin embargo, mi mente, te digo, estaba pensando eso; y el sexo, él solo, se me fue embullando, y lo que hice fue agarrarme fuerte del lavamanos y concentrarme bien e imaginarme un campo de florecitas, bien extenso, muchas florecitas, y se me pasó, y la respeté, porque cuando yo me excito por gusto o en un lugar donde no debe ser, en el aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en florecitas y me da resultado. Pero tienen que ser amarillas.
Entonces aquel día estaba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa emoción que yo siento cuando pienso en Vivian, y otras emociones, y ya había acabado y estaba resplandeciente cuando abrí la puerta, aquel día. Alabao, todo el mundo estaba esperándome, tan calladitos que no los había oído, formados en una doble hilera que iba hasta mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes. “¡Eheeéeeeh!”, me recibieron, aquellos bandidos, y almohadazos y pescozones. Traté de cerrar. “¿Así que te ibas a hacer el hombre sin decírselo a los socios, eh?” “¡A perfumarlo!” Me cargaron en cueros y me subieron a una silla. “¿Le untamos betún en los huevos para que le brille?” “No, caballeros, eso no que se demora” “¿Y pasta de dientes en los sobacos?” Decidieron que no estaría elegante con mi camisa de salir, qué calladito me lo tenía ¿eh?, sino con el pulóver lilita que le trajeron a Jorge de Checoslovaquia, ¿había tomado ostiones, eh? Me echaron como cinco tipos de desodorantes y perfumes, me obligaron a comer un caramelo de menta para que tuviera buen aliento. “Yo no tengo mal aliento, ¿quién dijo eso?” “La menta también sirve para otra cosa, bobito.” Me llevaron hasta el espejo y cuando se cansaron de peinarme opinaron que no había actor de cine mejor tipo, parecía primo de Alain Delon. Revisaron mi cartera y agregaron la contribución de los socios. Estaban burlones, amigos, envidiosos, pero eran como las tres, caballeros, tarde, y me dejaron, aquellos bandidos. Arnaldo me explicó una vez más cómo tenía que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y me deseó suerte, mucha suerte, que cuando regresara lo despertara y le contara, y que no le dijera a Vivian que la quería, mira que a mí se me notaba que podía caer en esa debilidad, que no se lo dijera. Lo dice porque le he contado que cuando nos besamos yo veo chispas, flores, fuegos artificiales, qué sé yo la maraña que se me forma en la cabeza cuando beso a Vivian y me parece que doy vueltas en un tiovivo. “No, jodas, David. Qué chispas ni tiovivos. Lo que tienes es que resoplar como caballo, sacar la lengua, decir puta, yegua y empujar con toda tu alma para que te sienta el bulto. Eso es lo que les gusta.” Yo todavía dudaba, te lo digo. No, a esa hora empecé a dudar más que nunca y a ponerme nervioso. Quería que el tiempo echara para atrás y que no llegara el momento, a esa hora. Me preguntaba si estaba haciendo bien, si hice bien al exigirle esto a Vivian, si era quererla como yo la quería. Pero ya no podía arrepentirme. No había modo. ¿Arnaldo qué pensaría?, ¿Vivian qué pensaría? Y ahora lo sabían los otros. ¿Comprendes que no podía arrepentirme? Al menos que me diera un dolor de estómago muy grande, de apendicitis o algo así, o que empezara a llover de verdad. Pero nada, y me acordé de los flanes, de eso me acordé. A mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban especialmente, pero aquí en la escuela los sirven a menudo y su movimiento suave, su modo de ser erectos, su color, esa manera en que te miran los flanes con ganas de que te los comas, a mí me recuerdan los senos de Vivian, dirías que estoy loco, sus senos son tan lindos que caben en el hueco de mi mano, en un solo beso de mi boca, y me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el pescado. Aunque no sé si fue en ese momento que me pasaron los flanes por la cabeza o si fue después, cuando llegué a su albergue, que me salió vestida de negro. Una rubia vestida de negro es lo más lindo que hay. O de verde. Y tampoco podía echarme para atrás porque tenía un compromiso político. Sí. El año pasado me eligieron joven ejemplar, pero no quedé militante de la Juventud porque me faltaba madurez, dijeron, y tenía que trabajar, me dieron un año para que trabajara y adquiriera la madurez, leyera los periódicos y estuviera al tanto de la situación internacional. Y yo hacía todo eso, podía enumerar por continentes los golpes militares y las injusticias cometidas por el imperialismo en el último semestre, hasta que llegó Vivian al aula, que ya te dije cómo me puse. Nadie me había advertido que teníamos una compañera nueva y cuando entré al aula la vi, así de repente. Tuve que sentarme. Había oído decir que las muchachas lindas daban mareos, pero no sabía que era verdad. Y entonces en la asamblea de los ejemplares, muchacho, no alcancé ni nueve votos. Una hora ahí criticándome, diciendo que había perdido condiciones y que cuál era mi opinión porque lo importante era que ya aceptara las críticas, que las interiorizara como dice el compañero de la Juventud, y yo dije que sí, que las aceptaba, que las interiorizaba, pero me fijé en todo el que no votó por mí. Javierito no votó. Después Arnaldo me dijo que guardar reservas era peor, que admitiera que yo no atendía a clases, que el mundo me importaba un pepino y que me pasaba la vida detrás de Vivian. Así, ¿qué militante comunista podía ser? “Aparte de que tú no tienes combatividad, David. Tu oyes a alguien expresando una idea incorrecta y no le sales al paso.” Yo y Arnaldo en un rincón analizando estas cosas. A él lo mandaron a hacer trabajo político conmigo, me di cuenta en seguida, y lo sentía porque lo quiero como a un hermano, pero la tarea le iba a quedar mal, hasta que dijo: “¿Sabes lo que a ti te pasa, compadre? Tu problema con Vivian” “¿Qué problema con Vivian, mi socio? Déjate de esas. Yo no tengo ningún problema con Vivian, para que lleves carta.” Yo no hablo así pero en la escuela hay que hablar así, y atajando a Arnaldo porque sabía por donde podía venir. “Sí, chico -se suavizó él-, Vivian es una mujer que exige mucho, y las relaciones de ustedes han llegado a un punto, han alcanzado un desarrollo, cómo decirte... Vaya, que se tienen que acostar o más nunca serás militante.” “Párate ahí, ¿de qué clase de mujer crees que estás hablando? Yo la respeto y ella me respeta. Nosotros nos respetamos.” “Vosotros os respetáis, pero debéis acostarse. A mí no me quieras tupir con tu carita de santo y tus poesías. Sí, escribes poesías, pero a la hora de buscar novia te buscaste una con tremendo culo.” “Oye lo que te voy a decir, yo no te permito...” “Tremendo culo bien, tremendo culo. Si te tira un peo en la cara te tumba los dientes.” Arnaldo es así y no se puede discutir con él. “Además -continuó-, éste es un país en peligro. ¡Qué bonito que mañana nos invadan los yanquis y tu caigas en combate así, sin haberla visto!” Lo miré, ese argumento sí era para tenerlo en cuenta. Me tiró el brazo sobre los hombros y echamos a caminar. “¿Tú sabes lo que pasa? Que ahora no es como antes. En el capitalismo cumplías los trece o catorce años y tu papá o un hermano tuyo te llevaba a un prostíbulo y ya, empezabas. Ahora no, porque eso era una lacra social y hubo que eliminarlo, yo estoy de acuerdo. Pero, ¿sabes qué?, que nosotros nos quedamos en el aire. En ésa no pensó nadie. Debieron haber dejado un prostíbulo, uno solito, pedagógico, para los estudiantes, ¿no crees?” Lo miré no muy convencido y tratando de adivinar adónde quería llegar. “Entonces uno se tiene que acostar con las novias, y no hay problemas. El Manifiesto comunista dice que en el socialismo el amor es libre.” “El Manifiesto comunista dice eso? ¿Qué el amor es libre? Voy a leerlo.” “Léelo, léelo, que dice otras cosas, además.” “Con Vivian no se va a acostar más nadie.”
Me quedé pensando en todo esto. La cosa política, quiero decir, y cuando estuve solo juré que, sin dejar de pensar en Vivian, no iba a tener más fallas ni egoísmos en mi comportamiento social. No le juré eso al Che, porque el Che no es un santo ni nada, pero me estaba acordando de él cuando me lo prometí a mí mismo. Claro que no era esto lo que yo pensaba cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No. Yo pensaba en ella y la veía como me arreglaba el menudo para que no me siguiera sonando en el bolsillo al caminar. Recordaba nuestras conversaciones, las volvía a conversar, esas interminables conversaciones nuestras en el aula, en los recreos. Gracias a ella sé de memoria el nombre de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos, la disposición de su casa, los lunares que tenemos. Nos hemos contado millones de veces cómo están ordenados nuestros albergues, quién duerme en cada litera, si roncan, si comparten la comida, los militantes que consideramos buenos de verdad. Hemos hablado y hablado: del director, de los profesores, de la escuela, de lo que haríamos si de pronto vemos a Fidel. Le he contado casi todo lo que sé de lo que significa ser hombre, cómo es el desarrollo de nosotros, que las tetillas me dolieron como loco a los doce o trece años y que no hay como un golpe en los testículos y ella en los senos, que su primera regla fue a los doce y que el huequito por donde orina es otro. ¿Tú no hablas esas cosas con tu novia? Nosotros sí, y nos escribimos en las últimas páginas de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa. Las tienes forradas y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo miramos a veces, al Che. “¿Dónde estará ahora?, me pregunta. “En un lugar de América.” Estaba en Bolivia pero no lo sabíamos. “A veces pienso que puede pasarle algo.” “¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tú eres boba? Sus ideales son justos, él lucha por la libertad de los pueblos.” Y mientras conversábamos nos mirábamos de cerquita, a los ojos, su boca tan roja, qué boca tiene Vivian, y nos tomábamos las manos para saber si las teníamos frías, para ver quién las tiene más grandes, y siempre era yo, para estudiarnos las líneas de la vida y de la muerte. Todo eso disimulando, ¿tu entiendes?, porque cuando esto todavía no éramos novios. A ella le gustan Los Beatles y Silvio Rodríguez y a mí sólo Los Beatles; aunque no sé si será correcto porque son americanos o ingleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez es que siendo revolucionario anda con melena y la ropa sucia. “Eso es ser hippie, rebelde por gusto, en nuestra sociedad no hay que protestar”, me incomodo a veces, pero ella lo defiende. “¿No comprendes que lo que quiere decir es que nosotros somos como nosotros y que no nos planifiquen tanto las cosas?” ¿Y te acuerdas de aquel día terrible? Le había dicho que teníamos que conversar, teníamos que vernos en el receso. Iba a enamorarla. No podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una forma bien original. Arnaldo enamoró a una muchacha jugando a adivinar palabras en una libreta. Le escribió Me gustas, la M y los guiones, y ella lo adivinó; pero Vivian en cuanto comprendió lo que decía no quiso seguir. En una novela leí que una muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: “Léeme el destino.” Y él le contesto: “Tu destino no está en tus manos sino en las mías.” Oye, qué lindo eso, compadre, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Entonces cuando llegamos a la escuela, aquella mañana, todo el mundo estaba formado en el patio central y la gente guardaba silencio como jamás se había logrado en aquel patio, la mañana ésta. La busqué y la miré de lejos, queriéndole decir que en el receso íbamos a hablar aquella cosa tan importante, ¿se acordaba?; pero ella lo que me preguntó con los ojos fue: “¿Qué pasa?, sabes qué pasa?” Y entonces yo también comprendí que pasaba algo. Los profesores estaban bajo los almendros, lo sabían y era terrible. Algunas maestras lloraban. ¿Vendría una invasión americana? El director subió a la tarima y nos miró a todos, atentos a él. Si hubieras visto aquella mirada del director. Ya no quedaban dudas de que algo grave había ocurrido, pero ¿qué era? El director, nervioso, dio unos golpecitos en el micrófono, que funcionaba perfectamente y no necesitaba que nadie lo golpeara, y es que no podía, no le salían las palabras y nos miraba, hasta que finalmente lo dijo de un tirón: “Mataron al Che en Bolivia. Iremos a la Plaza a una velada solemne, la mayor disciplina, vayan para las aulas.” Así dijo, Vivian se recostó a mi hombro, Oí que lloraba. “Sabía que eso podía pasar uno día”, dijo, y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal, viendo la mirada del Che en todas partes, su sonrisa, cuando dice en el imperialismo no se puede confiar ni un tantico así, como si camináramos bajo un cielo de imágenes del Che y en cada hoja de los almendros hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. “¡Ay Vivian, ay Davisito!”, dijo, y los tres nos fuimos abrazados. Qué tristeza sus libretas. Quitó los forros y los guardó en silencio. Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía de ninguna manera porque no, no podía ser. “Ojalá, Vivian, pero figúrate, ¿estás loca?” De todos modos nos quedamos con algún pedacito de ilusión, hasta que estuvimos en la Plaza, todos en la Plaza, y el Fidel más triste del mundo dijo que sí, que al Che lo habían matado en Bolivia pero que nosotros no podíamos morirnos por eso ni por nada, y regresamos a la escuela, ella y yo tomados de la mano, no porque fuéramos novios, no, sino para ayudarnos. Y no la enamoré esa semana, creo que tampoco lo otra, no me acuerdo. Y no por nada, se me quitaron los deseos...
Pero bueno, aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije fuimos al cine y cuando salimos del Payret qué linda estaba la noche. Había llovido y había luces y colores y ¿mucha gente y humedad y caminaba a mi lado apretada contra mí, con el pelo suelto. “¿Por qué vamos tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Vamos a comentarla.” Y empezó a decir su parecer, el enfoque social no se qué cosa. Yo ni la oía ni había visto la película y el corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me ocurrió acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez no pueden: ella coge miedo, tiene unas hemorragias tremendas y hay que llamar a la ambulancia o él no reacciona porque se pone nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso los mato. Y le dije: “No vamos para la escuela.” “¿Y para dónde vamos?” “A un lugar.” No le había explicado nada más desde que hablamos. “Es aquí” Entramos a un edificio, rápido, hablé con un hombre, rápido, pasamos puertas, pasamos puertas, pasamos puertas, la llave no quería abrir, no quería abrir, abrió y entramos... Me quedé contra la pared, oyéndome el corazón. La luz estaba encendida y Vivian avanzó dos o tres pasos, se detuvo, cambió la cartera de mano, así como cambia ella la cartera de mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para qué te cuento. Había un escaparate pequeño, sin puertas y con percheros de alambre todos jorobados. Sobre una mesa despintada, una palangana con agua, una jarra de aluminio, dos vasitos soviéticos, papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta proyectaba las figuras contra las paredes, en las que había dibujos y palabras groseras. Ella fue hasta la ventana, que estaba abierta, y leí sobre su cabeza, pero lejísimos, ocultándose un poco en su pelo, ese letrero rojo que dice Revolución es construir y que está sobre algún edificio de la Habana. Lo leía como cinco veces y no me atrevía a hablar. En la ventana también estaba la luna y eso y unos celajes que le pasaban por delante. Era lindo, no pude dejar de fijarme, y de repente me calmé un poco. Yo sé que nosotros ya no tenemos que mirar la luna, que eso es ser romántico y dulzón, esta parte yo no se la cuento a Arnaldo, pero se veía lindo, tú, te lo juro, y Vivian se volvió, lentamente. Qué impresión me hizo. Como nunca. Cierro los ojos y la veo. Qué linda estaba, tú, qué linda. Estoy tan enamorado de ella que me da vergüenza, si no te lo contaba: los dolorcitos en el corazón, las cosas que hago. Me preguntó con una voz terrible: “¿Esto es una posada, verdad?” Iba a responder que no, a decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la verdad. “Sí.” Un sí chiquitico. Me dio la espalda. “Es lo que dice mamá: yo soy mala, en mí no se puede confiar: Ella creyéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con mi novio.” Me fui acercando, no sabía qué decir, qué hacer, imagínate, tenía razón, para uno no es lo mismo, si yo le digo a mi mamá que estoy en una posada con una mujer se pone contentísima, y empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla llevado, a comprender su situación. Menos mal que me acordé de lo que dice Arnaldo, que a las mujeres no se les puede coger lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso. Se viró, tú, con los ojos muy abiertos. “¿No tenías otro lugar adonde llevarme?” No tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo también era la primera vez. Me dolió que me hablara así, que no me comprendiera, y me sentí peor. “Si tú quieres -le dije-, si no te gusta el lugar, nos vamos y no me pongo bravo ni nada.” Y la abracé, para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola, en todo caso el culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, estaba allí pero con un hombre que, bueno, la quería tanto, era el hombre de su vida, y entonces el lugar no tenía esa importancia. También ella me abrazó y me quería y quedé frente a la ventana abierta y leí de nuevo el letrero de Revolución es construir. “No nos pongamos nerviosos -dijo- , sólo que es una pena que tengamos que hacerlo en un cuarto tan feo.” De verdad, tú, esos lugares debían ser más lindos, y no que uno siente que está haciendo algo malo. Luego apagó la luz, a las mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistiendo. Qué lindo se quitó la ropa, no te figuras, y se sentó al borde de la cama. La claridad que entraba por la ventana, de la luna y eso, la iluminaba. Me quité el pulóver. Oí como el pulóver cayó al piso y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón negro, no el otro, porque la portañuela del negro es de ziper, y me gustó tanto el ruido del ziper, me sentí tan varón al descorrerlo delante de una mujer y saber que también ella lo había escuchado, y al pantalón que bajaba por mis muslos, salía de mis piernas, caía al piso y estábamos ambos desnudos, sin mirarnos, un poco amarillentos por la luz, un poco rojos, sin saber mucho qué hacer. Temíamos que en ese momento se abriera la puerta y aparecieran el director de la escuela, su mamá, el Ministro de Educación, escandalizados, y la mamá gritara: “Ay, Dios Santo, Virgen del Cielo, Gran Poder de Dios, lo que está haciendo mi hija. Si el padre la agarra la mata.” Te lo juro. Esperamos, esperamos y no apareció nadie. Me acerqué, nos abrazamos como por primera vez en el mundo, y fuimos dejándonos caer sobre las sábanas. Empezamos a deshacer torpezas, a adivinar, a dejarnos llevar por una brisa que soplaba, fuerte olor a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que estábamos suficientemente abrazados hasta que aparecieron las flores. Había flores húmedas en todo el cuarto: acolchonaban el piso y la cama, pendían del techo, sobresalían del descanso de la ventana. Pusimos atención y nos llegaron los pequeños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles, dos hojas, y estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros labios y manos y ojos y pelo. Nos estábamos bebiendo tanto que vimos lo mismo: dos niños que corrían un amanecer, cuesta arriba, por un prado de brillantes girasoles. Iban asustando mariposas. Ella llevaba una sombrilla, él una espada y un tambor, los dos vestidos de blanco y tomados de la mano. Cuando comenzó la lluvia se lanzaron sobre los girasoles, pero no se hundieron, quedaron flotando y comenzaron a girar, perseguidos por las mariposas, abrazados y como si los arrastrara una corriente, hasta quedar varados entre raíces de un árbol, y ella vio que él se erguía, levantaba la espada, que brilló en lo alto, destellos azulados, y sintió que la mataba y que la corriente se los llevaba de nuevo, se los llevaba, hasta un remolino, y mientras descendían entre hojas y limos iban viendo y pronunciando todas las palabras: pomarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco, conejo, palmarreal, jícara, almidón, paloma... y cuando la última palabra posible se desprendió y se perdió estaban tendidos bajo el mismo árbol, abandonados allí por la resaca, y de las ramas colgaban hilachas de luz, y nosotros dos, Vivian y yo, nos moríamos en otra parte, o allí mismo, muy lejos o muy cerca, y en el último instante vimos sentimos que los niños se incorporaban y se alejaban, tomados de la mano. Olvidaban la sombrilla y el tambor. Pasaron sobre nosotros, ella le dijo algo a Vivian, alto porque ya iban distantes, y él me dijo a mí, o cantaban, contentos, diciéndonos adiós, sin volver al rostro, felices y cada vez más lejos, más lejos, hasta que se perdieron, se perdieron… Y nosotros Vivian y yo, poco a poco fuimos resucitando. Nos volvieron las palabras, la respiración, y me moví sobre ella, que sonrió, ya sin fuerza para mantener las manos en mi pelo. Me incorporé, algo, y no entendí lo que sentía: una música lejana, un aleteo en el pecho. Me incorporé, aún más, mire en derredor, allí, vi el pelo de Vivian desparramado en la almohada, su sonrisa, los senos, los ojos abiertos pero cerrados, de los que goteaba un brillo, y aunque me acordé de Arnaldo no pude y se lo dije. Te quiero, le dije, me abracé de nuevo a su cuerpo, y una bandada enorme de pájaros levantó el vuelo en mi mente, como una estampida.
No hago otra cosa que pensar en ti
Joan Manuel Serrat - En tránsito
Sabina y Serrat - Dos pájaros de un tiro
Igualito que un tesoro – Sandra Langono
Primer Premio del Jurado del Concurso de relato breve “Yo te cuento Buenos Aires II, edición Bicentenario” |
No, señor. Si no fue por el huevo. Fue por otra cosa. Vaya una a saber. Capaz que fue de rabia, nomás. Es que ¿sabe, señor?, una está harta y a la final una se cansa. Siempre tratándola a una como si una sería un trapo de piso. Una termina tirando la toalla*. Es así. Qué se le va a hacer. Mire, señor, yo ya se lo conté todo. Todito, le dije. Pero si quiere, yo se lo cuento todo de nuevo, ¿eh? Total, qué más me da a mí. Vea, yo entré a la feria a eso de las ocho, ¿sabe? En la calle no había casi nadie. El guacho* ese apareció después. Nada más el quiosquero estaba en la cuadra. Si yo me acuerdo porque me arrimé a mirar los diarios… que con este gobierno una se ha vuelto pobre, pero yo de chica supe ir a la escuela, y me arrimé a pispear* en los diarios por lo de la elecciones de ayer, ¿vio?; por eso del jefe de gobierno; si yo lo vi por la tele; dicen que es la primera vez que Buenos Aires va tener jefe de gobierno y entonces, digo yo, el Intendente… (1) ¿qué? Yo no sé, yo no entiendo, señor, pero, usted digamé, ¿no nos va a pasar otra vez lo mismo? Que siempre nos prometen y nos prometen y después…, nada. Después, con noso¬tros… ah, no, si te he visto no me acuerdo. Mire la que nos hizo el patilla (2). Y nosotros… si habremos sido pajarones*. Nosotros lo votamos al patilla como si habría sido la reencarnación propia del General (3). Y usted se acuerda cómo ha¬blaba y cómo nos prometía que esto, que lo otro y después, ja…, a llorar a la iglesia y ahora mire cómo estamos. Y a quién íbamos a votar, ¿eh? ¿A quién? En mi casa siempre se fue peronista*, siempre. ¿Y ahora? Y no, no había nadie en la calle ni en la feria, tampoco. Yo voy siempre a esa feria porque ahí hay gente bue¬na y siempre me dan algo. Y después que está cerca de la iglesia, de La Redonda, ¿vio?; la que está cruzando Cabildo, justo antes de llegar a la plaza. La que se pone linda los fines de semana; se llena de gente y están los puestos y es alegre y hay pibes*; y del otro lado, del lado de La Redonda, están los juegos y los pibes se entretienen, ahí, y los fines de semana se la pasan jugando toda la tarde. ¿Qué va a ser de los críos, ¿eh? Digamé qué va a ser de los críos si a mí me pasa algo. Si yo soy lo único que tienen. Capaz que por eso me puse así, como una fiera. Capaz que por eso me la agarré así con ese guacho. Nada más la carnicería estaba abierta y algún que otro puesto, capaz, no sé. Pero la carnicería sí que estaba abierta y esta¬ba el carnicero. Y ahí fue que compré el huevo, en la carnicería que está a gatas* uno entra. Si yo cuando venía por la calle, por Juramento, vi que la feria estaba abierta porque lo vi desde afuera al carnicero preparando el mostrador. La Luisa me había prestado unos pesos. Cinco. Cinco pesos me dio la Luisa. Y yo me iba para la Estación de Barrancas, ¿vio?; como todas las mañanas. Agarro derechito por Juramento y me voy caminado hasta la barranca. En la estación siempre algo se vende. Yo vendo cositas: broches, hilos de coser, agujas… esas cosas. ¿Eso se lo dije? Yo, antes, no tenía tanta necesidad como ahora. Antes yo iba a trabajar y los críos iban a la escuela. Hasta que empezó a venirse todo abajo y cada vez peor. Después empezaron a echar gente y me echaron a mí también. Quién nos iba a decir, digamé, quién nos iba a decir a nosotros que el patilla nos iba a hacer el corte de mangas* que nos hizo (4). Porque, la verdad, señor, la verdad es que a este gobierno no le importa nada de todos nosotros y una los ve por la tele y ve las fotos en las revistas, con esas pilchas* y esos autos importados y las casas como pala¬cios y las mujeres todas llenas de anillos y collares y las pieles y los flequillos to¬dos iguales (5) y a una le da tanta rabia, señor, tanta rabia, porque nos han tratado como si seríamos quién sabe qué, señor, no me lo diga. De la textil me echaron y al Alberto terminaron por echarlo también… Si usted vio que hay una punta de gente en la calle, sin trabajo y sin nada que hacer que eso es lo peor de todo (6). Y vea, señor, acuerdesé bien de lo que yo le digo, que nosotros somos los primeros en caer porque somos los de más abajo, pero van a seguir cayendo, como moscas van a caer, usted ya lo va a ver y entonces ¿qué van a hacer con todos nosotros, eh? ¿Qué va a pasar con todos nosotros? Después al Alberto, no sé qué le pasó que se mandó a mudar* cuando me quedé de la más chica, de la Lola. Un buen día se levantó y se fue y no volvió más y yo me quedé sola, señor. Sola con todo. Hacía un frío esta mañana. A mí me temblaban hasta los dientes. Total, que cuando vi los huevos… Esos huevos, ahí. Parecían recién salidos de la gallina: tan ovaladitos, tan limpios; si hasta parecían calentitos, mire. No me pude resistir y entré. Que si yo habría sabido… Pero entré, nomás. Los dedos me transpiraban en el bolsillo. Yo acariciaba los cinco pesos. Se me hacía agua a la boca. Es que yo antes sabía comer huevo seguido, ¿sabe? Antes, cuando teníamos la casita; ahora fuimos a parar a la calle y por lo menos nosotros conseguimos donde dormir; pero ¿y los otros? ¿Y toda esa gente que tiene que dormir a la intemperie? Total que vi los huevos y me dio como un antojo, como un ataque de comer huevo. Igual pensé en los críos, ¿eh? No se vaya a pensar que no. Qué sé yo. Con esa plata, capaz me alcanzaba para comprar un poco de polenta aunque más no sea. Pero no me las pude aguantar. No me pude contener como quién dice. Y fui y me lo compré con los ojos cerrados. El carnicero me lo metió en una bolsita y yo me lo guardé en el bolsillo. Lo acariciaba con la punta de los dedos, mire. Si hasta me dan unas ganas de largarme a llorar. Lo acariciaba igualito que si tendría un tesoro. ¿Y sabe qué? Vea, señor, que si una sería adivina yo me lo comía ahí nomás al huevo. ¡Pero qué me iba a imaginar, yo! ¿Eh? Digameló usted, señor: ¿cómo me lo podía imaginar, yo? Yo salía de la feria contenta. Salía por la puerta donde está el puesto de flores. Y ahí, justo en la esquina de Juramento y Ciudad de la Paz, había estacionado uno de esos camiones de mercadería, ¿vio? Y justamente ahí fue que se me apareció este degenerado saliendo de atrás del camión. Yo lo vi que venía para el lado de la puerta de la feria. Verlo lo vi, la verdad. Pero no le di ni cinco. Me pensé que sería uno de esos guachos que salen de farra* corrida y que volvía a su casa medio bo¬rracho o algo así. Era un guacho bien vestido, no vaya a creer. Usted lo vio, no tendría más de 30. Bien vestido, sí. Uno de esos guachos que usan traje con zapa¬tillas seguro que importadas; y con el pelo bien cortito y como engominado y con os pelitos parados. Y tenía una pulsera y una cadena en el cuello. Pero a la pulse¬ra y a la cadena se las vi después, cuando ya estaba en el piso. Yo no sé si el tipo hizo como que se tropezaría o si se tropezó, nomás. Eso no lo sé. Pero el tipo se me venía encima como una bolsa de papa y yo me corrí. Y esa fue mi desgracia. Agatita* alcancé a correrme. Si yo vi cómo el guacho estiraba los brazos como para agarrarse de algo, de mí, capaz, y yo me corrí para no irme al diablo junto con él. Fue un impulso cuando me lo vi venir. Que si yo sabía la que se me venía me quedaba quietita ahí nomás y aguantaba el cimbronazo*. Pero usted fijesé cómo son las cosas, señor. Yo tuve la mala suerte de correrme. Y el desgraciado pasó de largo y se fue de jeta* al piso*. Si usted lo habría visto, señor… Como una bolsa de papa, cayó. Y ahí me vino la otra mala idea. Porque a mí me dio risa. La verdad que me entró una risa bárbara. Cuando vi cómo el tipo se estampaba de jeta en el piso, tan fifí*, él, agrandado como galleta en el agua*, porque era uno de esos guachos que la miran a una como si una sería un piojo, como le digo, no me pude aguantar y largué la carcajada. ¡Para qué, señor, para qué! La que se me vino des¬pués fue una verdadera tragedia. Yo, la verdad, no me recuerdo muy bien lo que pasó después. Preguntelé al carnicero, que estaba ahí nomás, del otro lado del mostrador de la carnicería y estaba acomodando la carne en la mesada. Que si el carnicero me habría dado una mano, capaz yo no estaría ahorita acá, con usted. Lo que me acuerdo muy bien es que el guacho se volvió loco. Perdió los estribos*, como quién dice. “Vieja de mierda”, me grita el guacho; eso sí que lo escuché bien clarito; me dice “vieja de mierda” y pega el salto y se me abalanza como una bes¬tia. Yo veía cómo la cadena se le reboleaba en el cogote*. ¿Y sabe cómo apretaba los dientes y estiraba los labios? Parecía propio, propio un perro. Y empezó a dar¬me una de puñetazos… había que ver cómo me daba. Una salsa*, pero una salsa… Meta trompada de acá y de allá me tenía. Pero a mí eso no me importó, ¿eh? Una ya ha pasado por tantas, que a la final ya se le hacen como callos a una, ¿me en¬tiende? Eso sí, me había agarrado como un ardor. Como una quemazón, acá, en el pecho. Y los ojos me ardían de una manera… Hasta que me dio ese trompazo en la nariz. Yo me fui para atrás de golpe. Y el huevo saltó, señor. No sabe cómo sal¬tó. Salió disparado del bolsillo y cayó. Y claro, se hizo pedazo contra el piso. A mí se me saltaron las lágrimas, se lo juro. Y encima, el muy hijo de mala madre, ¿sabe lo que hizo? Se arrimó al huevo partido, levantó el pie y lo estrujó más y más y más contra el huevo. Y se reía. Y más pisoteaba, más se reía. Mire que hay que ser hijo de una mala madre, no me lo diga señor. Ahí fue que a mí se me borró todo. No vi más nada. Se me borraron los gritos y los golpes y la risa de ese hijo de una gran perra. Ciega me puse. ¿Y sabe, qué? Me levanté como si tendría un volcán adentro del cuerpo. Cacé la cuchilla del carnicero y le entré a dar y dar. A cuchilla¬zo limpio lo tenía al desgraciado. No sé ni dónde le daba, mire. Hasta que vi el ojo. Recién ahí paré de darle. Cuando vi al ojo rodar por el suelo. Ahí me quedé con el cuchillo en esta mano, y con esta otra, me agaché y levanté el ojo del piso. Y se lo juro, señor, que diosito me castigue si le miento, se lo juro por los críos, que cuando pude abrir la mano, el huevo estaba ahí. Recién hervido. Tierno. Tibio. Hasta me pareció que latía. Se me escurría en la mano. Y a mí se me hizo que el huevo me llamaba. ¿Y qué quiere que le diga, señor? Hacía tanto frío. ¡Y yo tenía tanta hambre!
Sandra Langono
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la gar¬ganta. En la otra, una edición bellísima de “Príncipe y mendigo”, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora joven recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, con otra historia: “La au-topista del sur”… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: Quiero ser escritora. Esa soy yo.
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la garganta. En la otra, una edición bellísima de Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora jovencita recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, medio de casualidad con otra historia: La autopista del sur… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: quiero ser escritora. Esa soy yo.
Mera sugestión - Fernando Sorrentino
Mis amigos dicen que yo soy muy sugestionable. Creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso; pese a todos estos hechos, yo, sin embargo, estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada.
De manera que yo me hallaba sugestionado y no me atrevía a entrar en la cocina. Esto me preocupaba, pues se acercaba la hora del almuerzo y sería imprescindible que yo entrase en la cocina.
Entonces sonó el timbre.
—¡Entre! —grité sin levantarme—. Está sin llave.
Entró el portero del edificio, con dos o tres cartas.
—Se me durmió la pierna —dije—. ¿No podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua?
El portero dijo «Cómo no», abrió la puerta de la cocina y entró. Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo que, al caer, arrastraba tras sí platos o botellas. Entonces salté de mi silla y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en la espalda, yacía muerto. Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina no había ningún asesino.
Se trataba, como es lógico, de un caso de mera sugestión.
Las panteras y el templo - Abelardo Castillo
Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. "Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy tarde." Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscruridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
María Angula - Recopilación de Jorge Renán de la Torre
María Angula era una niña alegre y vivaracha, hija de un hacendado de Cayambe. Le encantaban los chismes y se divertía llevando cuentos entre sus amigo para enemistarlos. Por esto la llamaban la metepleitos, la lengua larga o la "carishina" chismosa.
Así, María Angula creció 16 años dedicada a fabricar líos con la vida de los vecinos, y nunca se dio tiempo para aprender a organizar la casa y preparar sabrosas comidas. Cuando María Angula se casó, empezaron sus problemas. El primer día Manuel, su marido, le pidió que preparara una sopa de pan con menudencias y María Angula no sabía como hacerla.
Quemándose las manos con la mecha de manteca y sebo, encendió el carbón y puso sobre él la olla sopera con un poco de agua, sal y color, pero hasta ahí llegó: ¡no sabía qué más hacer!
María recordó entonces que en la casa vecina vivía doña Mercedes, una excelente cocinera, y sin pensarlo dos veces corrió hacia ella.
Vecinita, ¿usted sabe preparar la sopa de pan con menudencias?
Claro, doña María. Verá, se arrojan dos panes en una taza de leche, luego se los pone en el caldo, y antes de que éste hierva, se le añaden las menudencias.
¿Así no más se hace?
Sí, vecina.
Ahh, -dijo María Angula-, si así no más se hace la sopa de pan con menudencias, yo también sabía. Y diciendo esto, voló a la cocina para no olvidar la receta.
Al día siguiente, como su esposo le había pedido un locro de "cuchicara", la historia se repitió.
Doña Mercedes, ¿sabe preparar el locro de "cuchicara"?
Sí, vecina.
Y como la vez anterior, apenas su buena amiga le dio todas las indicaciones, María Angula exclamó:
Ah, si así no más se hace el locro de "cuchicara", yo también sabía.Y enseguida corrió a su casa para sazonarlo.
Como esto sucedía todas las mañanas, la señora Mercedes se puso molesta. María Angula siempre salía con el mismo cuento: "Ah, si así no más se hace el seco de chivo, yo también sabía; ah, si así no más se hace el ají de librillo, yo también sabía." Por eso, quiso darle una lección y, al otro día...
Doña Merceditas...
¿Qué se le ofrece, señora María?
Nada, Michita, mi marido desea para la merienda un caldo de tripas con "puzún" y yo...
Umm, eso es refácil, le dijo, y antes de que María Angula la interrumpiese, continuó:
Verá, se va al cementerio llevando un cuchillo afilado. Después espera que llegue el último muerto del día y, sin que nadie la vea, la saca las tripas y el "puzún". En su casa, los lava y luego los cocina con agua, sal y cebollas y, cuando el caldo haya hervido por unos diez minutos, aumenta un poco de maní... y ya está. Es el plato más sabroso.
Ahh, dijo como siempre María Angula- si así no más se hace el caldo de tripas con "punzún", yo también sabía.
Y en un santiamén, estuvo en el cementerio esperando a que llegara el muerto más fresquito. Cuando el panteón quedó solitario, se dirigió sigilosamente hacia la tumba escogida. Quitó la tierra que cubría al ataúd, levantó la tapa y... ¡allí estaba el semblante pavoroso difunto! Quiso huir, más el mismo miedo la detuvo. Temblorosa, tomó el cuchillo y lo clavó una, dos, tres veces sobre el vientre del finado y con desesperación le despojó sus tripas y "punzún". Entonces, corriendo regresó a su casa. Luego de recobrar su calma, preparó esa merienda macabra que, sin saberlo, su marido comió lamiéndose los dedos.
Esa misma noche, entre tanto María Angula y su esposo dormían, en los alrededores se escucharon aullidos lastimeros. María Angula despertó sobresaltada. El viento chirriaba misteriosamente en las ventanas, balanceándolas, mientras afuera, los ruidos fabricaban sus espantos. De pronto, por las escaleras, María Angula oyó el crujir de unos pasos que subían pesadamente hacia su cuarto. Era un caminar trabajoso y retumbante que se detuvo frente a su puerta. Pasó un minuto eterno de silencio, María Angula vio el resplandor fosforescente de un hombre fantasmal. Un grito cavernoso y prolongado la paralizó.
¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!
María Angula se incorporó horrorizada y, con el miedo saliéndole por los ojos, contempló como la puerta se abría empujada por esa figura luminosa y descarnada. María Angula se quedó sin voz. Ahí, frente a ella, estaba el difunto que avanzaba mostrándole su mueca rígida y su vientre ahuecado:
¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!
Aterrada, para no verlo, se escondió bajo las cobijas, pero en instantes sintió que unas manos frías y huesudas la tomaban por sus piernas y la arrastraban, gritando:
¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!
Cuando Manuel despertó, no encontró a su esposa, y aunque la buscó por todas partes, jamás supo de ella.
Glosario
Ají de librillo: Plato típico ecuatoriano preparado con estómago de rumiantes.
Carishina: mujer que parece varón.
Color: Polvo de un color rojo ladrillo, que se agrega a las comidas, producto de las semillas de onoto.
Cuchicara: Cuero de cerdo.
Locro: Comida hecha con papas cortadas y otros alimentos, como sal, manteca y leche.
Menudencias: Despojos y partes pequeñas de los cerdos y aves.
Puzún: (o puzún): Estómago de los rumiantes; comida preparada con dicho estómago, en picadillo, que se mezcla con sal y ají.
Seco de chivo: Arroz con carne de cordero.
Mariana Enriquez: "El género de terror puede curar los temores de la infancia"
La escritora y periodista habla de su último libro. Los relatos deLos peligros de fumar en la cama abordan lo real sin anestesia.Por: Gabriela Cabezón Cámara LECTORA. "Creo que Silvina Ocampo escribía terror, dice Enriquez". "El terror cura de cierta solemnidad. No solamente podés tocar temas muy densos sino que los podés escribir con cierta liviandad. El género te cobija en ese sentido. Yo me permito divertirme mucho, no me da miedo lo que escribo". | Enriquez Básico Buenos Aires, 1973. Es Licenciada en Comunicación Social (Universidad Nacional de La Plata)y periodista. Su primera novela Bajar es lo peor, fue publicada en 1994. También es autora de Cómo desaparecer completamente (2004). Sus cuentos aparecieron en las antologías La joven guardia, Una terraza propia e In fraganti. |
El Zooki de Iris Rivera
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Arturo y Clementina
Un cuento de Adela Turín: http://www.ceibal.edu.uy/Userfiles/P0001/File/arturo_clementinaI.pdf |