Igualito que un tesoro – Sandra Langono

Primer Premio del Jurado del Concurso de relato breve “Yo te cuento Buenos Aires II, edición Bicentenario”

No, señor. Si no fue por el huevo. Fue por otra cosa. Vaya una a saber. Capaz que fue de rabia, nomás. Es que ¿sabe, señor?, una está harta y a la final una se cansa. Siempre tratándola a una como si una sería un trapo de piso. Una termina tirando la toalla*. Es así. Qué se le va a hacer. Mire, señor, yo ya se lo conté todo. Todito, le dije. Pero si quiere, yo se lo cuento todo de nuevo, ¿eh? Total, qué más me da a mí. Vea, yo entré a la feria a eso de las ocho, ¿sabe? En la calle no había casi nadie. El guacho* ese apareció después. Nada más el quiosquero estaba en la cuadra. Si yo me acuerdo porque me arrimé a mirar los diarios… que con este gobierno una se ha vuelto pobre, pero yo de chica supe ir a la escuela, y me arrimé a pispear* en los diarios por lo de la elecciones de ayer, ¿vio?; por eso del jefe de gobierno; si yo lo vi por la tele; dicen que es la primera vez que Buenos Aires va tener jefe de gobierno y entonces, digo yo, el Intendente… (1) ¿qué? Yo no sé, yo no entiendo, señor, pero, usted digamé, ¿no nos va a pasar otra vez lo mismo? Que siempre nos prometen y nos prometen y después…, nada. Después, con noso¬tros… ah, no, si te he visto no me acuerdo. Mire la que nos hizo el patilla (2). Y nosotros… si habremos sido pajarones*. Nosotros lo votamos al patilla como si habría sido la reencarnación propia del General (3). Y usted se acuerda cómo ha¬blaba y cómo nos prometía que esto, que lo otro y después, ja…, a llorar a la iglesia y ahora mire cómo estamos. Y a quién íbamos a votar, ¿eh? ¿A quién? En mi casa siempre se fue peronista*, siempre. ¿Y ahora? Y no, no había nadie en la calle ni en la feria, tampoco. Yo voy siempre a esa feria porque ahí hay gente bue¬na y siempre me dan algo. Y después que está cerca de la iglesia, de La Redonda, ¿vio?; la que está cruzando Cabildo, justo antes de llegar a la plaza. La que se pone linda los fines de semana; se llena de gente y están los puestos y es alegre y hay pibes*; y del otro lado, del lado de La Redonda, están los juegos y los pibes se entretienen, ahí, y los fines de semana se la pasan jugando toda la tarde. ¿Qué va a ser de los críos, ¿eh? Digamé qué va a ser de los críos si a mí me pasa algo. Si yo soy lo único que tienen. Capaz que por eso me puse así, como una fiera. Capaz que por eso me la agarré así con ese guacho. Nada más la carnicería estaba abierta y algún que otro puesto, capaz, no sé. Pero la carnicería sí que estaba abierta y esta¬ba el carnicero. Y ahí fue que compré el huevo, en la carnicería que está a gatas* uno entra. Si yo cuando venía por la calle, por Juramento, vi que la feria estaba abierta porque lo vi desde afuera al carnicero preparando el mostrador. La Luisa me había prestado unos pesos. Cinco. Cinco pesos me dio la Luisa. Y yo me iba para la Estación de Barrancas, ¿vio?; como todas las mañanas. Agarro derechito por Juramento y me voy caminado hasta la barranca. En la estación siempre algo se vende. Yo vendo cositas: broches, hilos de coser, agujas… esas cosas. ¿Eso se lo dije? Yo, antes, no tenía tanta necesidad como ahora. Antes yo iba a trabajar y los críos iban a la escuela. Hasta que empezó a venirse todo abajo y cada vez peor. Después empezaron a echar gente y me echaron a mí también. Quién nos iba a decir, digamé, quién nos iba a decir a nosotros que el patilla nos iba a hacer el corte de mangas* que nos hizo (4). Porque, la verdad, señor, la verdad es que a este gobierno no le importa nada de todos nosotros y una los ve por la tele y ve las fotos en las revistas, con esas pilchas* y esos autos importados y las casas como pala¬cios y las mujeres todas llenas de anillos y collares y las pieles y los flequillos to¬dos iguales (5) y a una le da tanta rabia, señor, tanta rabia, porque nos han tratado como si seríamos quién sabe qué, señor, no me lo diga. De la textil me echaron y al Alberto terminaron por echarlo también… Si usted vio que hay una punta de gente en la calle, sin trabajo y sin nada que hacer que eso es lo peor de todo (6). Y vea, señor, acuerdesé bien de lo que yo le digo, que nosotros somos los primeros en caer porque somos los de más abajo, pero van a seguir cayendo, como moscas van a caer, usted ya lo va a ver y entonces ¿qué van a hacer con todos nosotros, eh? ¿Qué va a pasar con todos nosotros? Después al Alberto, no sé qué le pasó que se mandó a mudar* cuando me quedé de la más chica, de la Lola. Un buen día se levantó y se fue y no volvió más y yo me quedé sola, señor. Sola con todo. Hacía un frío esta mañana. A mí me temblaban hasta los dientes. Total, que cuando vi los huevos… Esos huevos, ahí. Parecían recién salidos de la gallina: tan ovaladitos, tan limpios; si hasta parecían calentitos, mire. No me pude resistir y entré. Que si yo habría sabido… Pero entré, nomás. Los dedos me transpiraban en el bolsillo. Yo acariciaba los cinco pesos. Se me hacía agua a la boca. Es que yo antes sabía comer huevo seguido, ¿sabe? Antes, cuando teníamos la casita; ahora fuimos a parar a la calle y por lo menos nosotros conseguimos donde dormir; pero ¿y los otros? ¿Y toda esa gente que tiene que dormir a la intemperie? Total que vi los huevos y me dio como un antojo, como un ataque de comer huevo. Igual pensé en los críos, ¿eh? No se vaya a pensar que no. Qué sé yo. Con esa plata, capaz me alcanzaba para comprar un poco de polenta aunque más no sea. Pero no me las pude aguantar. No me pude contener como quién dice. Y fui y me lo compré con los ojos cerrados. El carnicero me lo metió en una bolsita y yo me lo guardé en el bolsillo. Lo acariciaba con la punta de los dedos, mire. Si hasta me dan unas ganas de largarme a llorar. Lo acariciaba igualito que si tendría un tesoro. ¿Y sabe qué? Vea, señor, que si una sería adivina yo me lo comía ahí nomás al huevo. ¡Pero qué me iba a imaginar, yo! ¿Eh? Digameló usted, señor: ¿cómo me lo podía imaginar, yo? Yo salía de la feria contenta. Salía por la puerta donde está el puesto de flores. Y ahí, justo en la esquina de Juramento y Ciudad de la Paz, había estacionado uno de esos camiones de mercadería, ¿vio? Y justamente ahí fue que se me apareció este degenerado saliendo de atrás del camión. Yo lo vi que venía para el lado de la puerta de la feria. Verlo lo vi, la verdad. Pero no le di ni cinco. Me pensé que sería uno de esos guachos que salen de farra* corrida y que volvía a su casa medio bo¬rracho o algo así. Era un guacho bien vestido, no vaya a creer. Usted lo vio, no tendría más de 30. Bien vestido, sí. Uno de esos guachos que usan traje con zapa¬tillas seguro que importadas; y con el pelo bien cortito y como engominado y con os pelitos parados. Y tenía una pulsera y una cadena en el cuello. Pero a la pulse¬ra y a la cadena se las vi después, cuando ya estaba en el piso. Yo no sé si el tipo hizo como que se tropezaría o si se tropezó, nomás. Eso no lo sé. Pero el tipo se me venía encima como una bolsa de papa y yo me corrí. Y esa fue mi desgracia. Agatita* alcancé a correrme. Si yo vi cómo el guacho estiraba los brazos como para agarrarse de algo, de mí, capaz, y yo me corrí para no irme al diablo junto con él. Fue un impulso cuando me lo vi venir. Que si yo sabía la que se me venía me quedaba quietita ahí nomás y aguantaba el cimbronazo*. Pero usted fijesé cómo son las cosas, señor. Yo tuve la mala suerte de correrme. Y el desgraciado pasó de largo y se fue de jeta* al piso*. Si usted lo habría visto, señor… Como una bolsa de papa, cayó. Y ahí me vino la otra mala idea. Porque a mí me dio risa. La verdad que me entró una risa bárbara. Cuando vi cómo el tipo se estampaba de jeta en el piso, tan fifí*, él, agrandado como galleta en el agua*, porque era uno de esos guachos que la miran a una como si una sería un piojo, como le digo, no me pude aguantar y largué la carcajada. ¡Para qué, señor, para qué! La que se me vino des¬pués fue una verdadera tragedia. Yo, la verdad, no me recuerdo muy bien lo que pasó después. Preguntelé al carnicero, que estaba ahí nomás, del otro lado del mostrador de la carnicería y estaba acomodando la carne en la mesada. Que si el carnicero me habría dado una mano, capaz yo no estaría ahorita acá, con usted. Lo que me acuerdo muy bien es que el guacho se volvió loco. Perdió los estribos*, como quién dice. “Vieja de mierda”, me grita el guacho; eso sí que lo escuché bien clarito; me dice “vieja de mierda” y pega el salto y se me abalanza como una bes¬tia. Yo veía cómo la cadena se le reboleaba en el cogote*. ¿Y sabe cómo apretaba los dientes y estiraba los labios? Parecía propio, propio un perro. Y empezó a dar¬me una de puñetazos… había que ver cómo me daba. Una salsa*, pero una salsa… Meta trompada de acá y de allá me tenía. Pero a mí eso no me importó, ¿eh? Una ya ha pasado por tantas, que a la final ya se le hacen como callos a una, ¿me en¬tiende? Eso sí, me había agarrado como un ardor. Como una quemazón, acá, en el pecho. Y los ojos me ardían de una manera… Hasta que me dio ese trompazo en la nariz. Yo me fui para atrás de golpe. Y el huevo saltó, señor. No sabe cómo sal¬tó. Salió disparado del bolsillo y cayó. Y claro, se hizo pedazo contra el piso. A mí se me saltaron las lágrimas, se lo juro. Y encima, el muy hijo de mala madre, ¿sabe lo que hizo? Se arrimó al huevo partido, levantó el pie y lo estrujó más y más y más contra el huevo. Y se reía. Y más pisoteaba, más se reía. Mire que hay que ser hijo de una mala madre, no me lo diga señor. Ahí fue que a mí se me borró todo. No vi más nada. Se me borraron los gritos y los golpes y la risa de ese hijo de una gran perra. Ciega me puse. ¿Y sabe, qué? Me levanté como si tendría un volcán adentro del cuerpo. Cacé la cuchilla del carnicero y le entré a dar y dar. A cuchilla¬zo limpio lo tenía al desgraciado. No sé ni dónde le daba, mire. Hasta que vi el ojo. Recién ahí paré de darle. Cuando vi al ojo rodar por el suelo. Ahí me quedé con el cuchillo en esta mano, y con esta otra, me agaché y levanté el ojo del piso. Y se lo juro, señor, que diosito me castigue si le miento, se lo juro por los críos, que cuando pude abrir la mano, el huevo estaba ahí. Recién hervido. Tierno. Tibio. Hasta me pareció que latía. Se me escurría en la mano. Y a mí se me hizo que el huevo me llamaba. ¿Y qué quiere que le diga, señor? Hacía tanto frío. ¡Y yo tenía tanta hambre!

Sandra Langono
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la gar¬ganta. En la otra, una edición bellísima de “Príncipe y mendigo”, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora joven recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, con otra historia: “La au-topista del sur”… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: Quiero ser escritora. Esa soy yo.

Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la garganta. En la otra, una edición bellísima de Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora jovencita recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, medio de casualidad con otra historia: La autopista del sur… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: quiero ser escritora. Esa soy yo.

La Niña Curiosa narrado por Joseín Morán

 

La Niña Curiosa narrado por Joseín Morán

 

Mera sugestión - Fernando Sorrentino

Mis amigos dicen que yo soy muy sugestionable. Creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño episodio que me ocurrió el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo una novela de terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda. De modo que, pese a que yo estaba sentado frente a la puerta de la cocina y a que nadie podría haber entrado en ella sin que yo lo hubiera visto y a que, excepto aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso; pese a todos estos hechos, yo, sin embargo, estaba enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta cerrada.
De manera que yo me hallaba sugestionado y no me atrevía a entrar en la cocina. Esto me preocupaba, pues se acercaba la hora del almuerzo y sería imprescindible que yo entrase en la cocina.

Entonces sonó el timbre.
—¡Entre! —grité sin levantarme—. Está sin llave.
Entró el portero del edificio, con dos o tres cartas.
—Se me durmió la pierna —dije—. ¿No podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua?
El portero dijo «Cómo no», abrió la puerta de la cocina y entró. Oí un grito de dolor y el ruido de un cuerpo que, al caer, arrastraba tras sí platos o botellas. Entonces salté de mi silla y corrí a la cocina. El portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en la espalda, yacía muerto. Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar que, desde luego, en la cocina no había ningún asesino.
Se trataba, como es lógico, de un caso de mera sugestión.

Las panteras y el templo - Abelardo Castillo

Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. "Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy tarde." Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscruridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.

María Angula - Recopilación de Jorge Renán de la Torre

María Angula era una niña alegre y vivaracha, hija de un hacendado de Cayambe. Le encantaban los chismes y se divertía llevando cuentos entre sus amigo para enemistarlos. Por esto la llamaban la metepleitos, la lengua larga o la "carishina" chismosa.

Así, María Angula creció 16 años dedicada a fabricar líos con la vida de los vecinos, y nunca se dio tiempo para aprender a organizar la casa y preparar sabrosas comidas. Cuando María Angula se casó, empezaron sus problemas. El primer día Manuel, su marido, le pidió que preparara una sopa de pan con menudencias y María Angula no sabía como hacerla.

Quemándose las manos con la mecha de manteca y sebo, encendió el carbón y puso sobre él la olla sopera con un poco de agua, sal y color, pero hasta ahí llegó: ¡no sabía qué más hacer!

María recordó entonces que en la casa vecina vivía doña Mercedes, una excelente cocinera, y sin pensarlo dos veces corrió hacia ella.

Vecinita, ¿usted sabe preparar la sopa de pan con menudencias?

Claro, doña María. Verá, se arrojan dos panes en una taza de leche, luego se los pone en el caldo, y antes de que éste hierva, se le añaden las menudencias.

¿Así no más se hace?

Sí, vecina.

Ahh, -dijo María Angula-, si así no más se hace la sopa de pan con menudencias, yo también sabía. Y diciendo esto, voló a la cocina para no olvidar la receta.

Al día siguiente, como su esposo le había pedido un locro de "cuchicara", la historia se repitió.

Doña Mercedes, ¿sabe preparar el locro de "cuchicara"?

Sí, vecina.

Y como la vez anterior, apenas su buena amiga le dio todas las indicaciones, María Angula exclamó:

Ah, si así no más se hace el locro de "cuchicara", yo también sabía.Y enseguida corrió a su casa para sazonarlo.

Como esto sucedía todas las mañanas, la señora Mercedes se puso molesta. María Angula siempre salía con el mismo cuento: "Ah, si así no más se hace el seco de chivo, yo también sabía; ah, si así no más se hace el ají de librillo, yo también sabía." Por eso, quiso darle una lección y, al otro día...

Doña Merceditas...

¿Qué se le ofrece, señora María?

Nada, Michita, mi marido desea para la merienda un caldo de tripas con "puzún" y yo...

Umm, eso es refácil, le dijo, y antes de que María Angula la interrumpiese, continuó:

Verá, se va al cementerio llevando un cuchillo afilado. Después espera que llegue el último muerto del día y, sin que nadie la vea, la saca las tripas y el "puzún". En su casa, los lava y luego los cocina con agua, sal y cebollas y, cuando el caldo haya hervido por unos diez minutos, aumenta un poco de maní... y ya está. Es el plato más sabroso.

Ahh, dijo como siempre María Angula- si así no más se hace el caldo de tripas con "punzún", yo también sabía.

Y en un santiamén, estuvo en el cementerio esperando a que llegara el muerto más fresquito. Cuando el panteón quedó solitario, se dirigió sigilosamente hacia la tumba escogida. Quitó la tierra que cubría al ataúd, levantó la tapa y... ¡allí estaba el semblante pavoroso difunto! Quiso huir, más el mismo miedo la detuvo. Temblorosa, tomó el cuchillo y lo clavó una, dos, tres veces sobre el vientre del finado y con desesperación le despojó sus tripas y "punzún". Entonces, corriendo regresó a su casa. Luego de recobrar su calma, preparó esa merienda macabra que, sin saberlo, su marido comió lamiéndose los dedos.

Esa misma noche, entre tanto María Angula y su esposo dormían, en los alrededores se escucharon aullidos lastimeros. María Angula despertó sobresaltada. El viento chirriaba misteriosamente en las ventanas, balanceándolas, mientras afuera, los ruidos fabricaban sus espantos. De pronto, por las escaleras, María Angula oyó el crujir de unos pasos que subían pesadamente hacia su cuarto. Era un caminar trabajoso y retumbante que se detuvo frente a su puerta. Pasó un minuto eterno de silencio, María Angula vio el resplandor fosforescente de un hombre fantasmal. Un grito cavernoso y prolongado la paralizó.

¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

María Angula se incorporó horrorizada y, con el miedo saliéndole por los ojos, contempló como la puerta se abría empujada por esa figura luminosa y descarnada. María Angula se quedó sin voz. Ahí, frente a ella, estaba el difunto que avanzaba mostrándole su mueca rígida y su vientre ahuecado:

¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

Aterrada, para no verlo, se escondió bajo las cobijas, pero en instantes sintió que unas manos frías y huesudas la tomaban por sus piernas y la arrastraban, gritando:

¡María Angula, devuélveme mis tripas y mi puzún que te robaste de mi santa sepultura!

Cuando Manuel despertó, no encontró a su esposa, y aunque la buscó por todas partes, jamás supo de ella.


Glosario

Ají de librillo: Plato típico ecuatoriano preparado con estómago de rumiantes.
Carishina: mujer que parece varón.
Color: Polvo de un color rojo ladrillo, que se agrega a las comidas, producto de las semillas de onoto.
Cuchicara: Cuero de cerdo.
Locro: Comida hecha con papas cortadas y otros alimentos, como sal, manteca y leche.
Menudencias: Despojos y partes pequeñas de los cerdos y aves.
Puzún: (o puzún): Estómago de los rumiantes; comida preparada con dicho estómago, en picadillo, que se mezcla con sal y ají.
Seco de chivo: Arroz con carne de cordero.